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Perfectamente Imperfecta

El mes pasado, tuve una conversación difícil con un amiga al que conozco desde hace casi 30 años. Discrepamos de una forma que nunca antes lo habíamos hecho. Ambos experimentamos una faceta del otro que no habíamos visto. Compartimos nuestras perspectivas, aclaramos nuestras ideas y pedimos perdón. Fue una conversación tensa y confusa a ratos, pero también llena de gracia.


Durante mucho tiempo temí el desacuerdo. Temía el conflicto e inconscientemente lo equiparaba con la pérdida de la relación. Si la gente me viera enfadada, se decepcionaría y dejaría de quererme. Me llevó mucho tiempo comprender que no compartir esa parte de mí impedía que los demás me quisieran plenamente. Solo podían amar lo que veían y percibían, y nunca amarían la persona desordenada que soy.

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No estoy sola en este viaje. Permitir que los demás nos vean tal como somos nos hace sentir vulnerables, una visión que solo reservamos para con quienes nos sentimos muy cercanos. Es vulnerable porque una versión más joven de nosotros mismos se sintió rechazada por ser exactamente quienes eran y aprendió, a esa temprana y tierna edad, que debíamos mostrarnos solo de maneras específicas; lo que entendíamos que era agradable o digerible para los demás, pero, muy probablemente, no nuestro yo salvaje e indómito.


Inconscientemente nos convencimos de que existe una versión más perfecta de nosotros mismos, más fácil de amar, más espiritual, más amable, o cualquier ideal que tengamos para nosotros mismos. Lo que no entendemos es que quienes somos, tal como somos, ya es digno de ser amado. La versión perfecta que intentamos crear es una versión fragmentada de nosotros mismos porque intenta exiliar o negar partes de nosotros mismos.


El antídoto del perfeccionismo es la plenitud. Como señala Parker Palmer: «La plenitud no significa perfección; significa aceptar la fragilidad como parte integral de la vida». Para algunos de nosotros, aprender a aceptar la plenitud de quienes somos requiere mucho tiempo y mucho esfuerzo. Las historias de éxito pueden ser muy inspiradoras, pero las historias de personas que comparten sus vulnerabilidades nos ayudan a conectar más profundamente con ellas. Hay algo en nuestra humanidad compartida que se hace visible en nuestras deficiencias, en nuestras limitaciones. Muchos de nosotros, los adultos, no compartimos con nuestros hijos las historias de nuestras dificultades; en cambio, solo compartimos con ellos la sabiduría adquirida, las lecciones aprendidas, dando la impresión de que tenemos las respuestas necesarias. Es importante compartir cómo superamos los problemas para que nuestros hijos no crezcan creyendo que cuando las cosas se ponen difíciles ya deberían saber qué hacer o cómo responder, para que puedan adquirir las habilidades para pedir ayuda en lugar de intentar resolverlo todo por sí mismos.


Quizás te encuentres en una etapa de tu vida en la que ya no estás luchando y comprendes lo compleja que es nuestra naturaleza humana, cómo no puede contenerse en palabras y experiencias singulares. Quizás aún estás tratando de descifrar las partes de tu vida que parecen haber tomado un rumbo equivocado, llevándote a un presente tan diferente del futuro imaginado ayer.


La plenitud requiere mucha autocompasión y apertura para que los demás nos muestren la gracia, como si nos quedáramos en una conversación difícil para comprendernos.


Querida/o, te envío esta bendición. Imagina mi mano en tu frente y recibe estas palabras de mi corazón:


“Te veo. Bendigo todo lo que eres”.


Que guardes en tu corazón esta bendición y las palabras de Salvador Dalí: “No te preocupes por la perfección, nunca la alcanzarás”, y que abraces con ternura todo lo que eres, tanto tus debilidades como tus agudezas. Y que otros te concedan la gracia de dejarte ver la belleza que ven sus ojos cuando te miran.

 
 
 

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