La ansiedad me despertó con un dolor de cabeza en mitad de la noche. Noté mi cuerpo temblando y reaccionando a mi decisión de permitir a mi hija adolescente salir con sus amigas. Estos episodios se han vuelto más comunes a medida de que voy aprendiendo a soltar a mi hija mayor y a permitirle explorar más el mundo de manera independiente.
Pero los malestares no eran agradables y me empecé a preguntar si había tomado la decisión correcta. Intenté volver a dormir, pero me costaba trabajo conciliar el sueño. El tiempo transcurría entre las punzadas que sentía en el lado izquierdo de mi cabeza y oraciones a media voz "Me la tienes que cuidar" o "Cuídamela" repetía. Media oración, inadecuada tal vez, pero no por eso menos sincera.
De repente lo escuché, en el medio de la noche, de la nada, el canto de un pájaro. No lo pude reconocer, aunque pude reconocer lo suficiente para saber que no era un cuervo, ni una paloma, tampoco uno de los pájaros comunes que escucho a menudo, y mucho menos un búho. Recuerdo que su canto era melodioso, lindo, y fuerte. No era el trinar al que estaba acostumbrada. Entonces lo supe, supe que ella estaría bien. Era como si hubiera venido a decirme que no me preocupara.
No puedo convencerte de lo contrario, no tengo prueba alguna, solo sé que mi corazón sabía lo que escuchaba pues hablaba su mismo idioma. Yo agradecí su venida y su mensaje, y entonces sí, pude volver a dormir.
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