Estoy consciente de que el concepto de lo sagrado es muy limitado dentro de ciertas tradiciones religioso. En ellas lo sagrado se distingue de lo mundano. Lo sagrado es de Dios o de lo divino, mientras que lo mundano es del mundo natural.
Para mí, lo sagrado se encuentra en todos lados: en la belleza del mundo natural, en las interacciones humanas que buscan dar de forma desinteresada, en la persistencia y resiliencia de la vida misma, en los momentos de pena y vulnerabilidad. Creo que hay momentos, a veces muy breves, en los que nos volvemos conscientes de que pertenecemos a algo más que solo a nosotros mismos. En esos momentos de consciencia plena en los que el misterio de la vida parece revelarse ante nosotros, en los que nos sabemos conectados a algo mayor que nosotros, en los que la manera en que nos damos cuenta que toda vida y todos los seres son unos mismos, en los que nos vemos, de repente, sobrecogidos por una experiencia que nos cuesta trabajo poner en palabras. Para mí, eso es lo sagrado. Y lo sagrado no está desconectado ni separado de lo ordinario, del mundo físico, de nuestras experiencias humanas.
A la gran mayoría de las personas que les pregunto si han tenido momentos en su vida que ellos considerarían sagrado, me responden que sí y comparten algunas de sus experiencias.
Pero cuando pregunto si hay momento de sus vidas en los que se sintieron santos o sagrados, la mayoría, si no es que todos, titubean.
Por lo general, pensamos en lo sagrado como algo externo a nosotros. Nos preguntamos, ¿Cómo puedo yo ser sagrado? ¿Cómo puedo yo, con mis fallas, mis defectos, mis errores, ser sagrado?
El hacer la pregunta para mí es una invitación a considerar, aunque sea brevemente, la posibilidad de que tu vida, tal cual, así como te ha tocado vivirla, con todos sus desafíos...de que tu cuerpo, con el historial de tus experiencias marcado en él...también es sagrado.
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